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jueves, 7 de agosto de 2025

La escuela: espacio de múltiples sentidos

Cuando pienso en la escuela, emergen imágenes cargadas de simbolismo y afecto: niños con guardapolvos blancos que juegan en grupos en el patio, bajo la mirada atenta de docentes que conversan entre sí mientras cuidan y acompañan. La presencia del mástil y la bandera flameando configura un escenario familiar que remite a la identidad nacional y a los rituales escolares compartidos. Otra imagen que se impone es la del aula: alumnos sentados en fila, concentrados, resolviendo actividades en un clima de silencio. Esta escena, aunque tradicional, habla de una escuela organizada en torno a ciertos modelos de disciplina, transmisión de contenidos y roles claramente delimitados entre docentes y estudiantes. Sin embargo, más allá de estas imágenes, la escuela es una institución compleja, atravesada por tensiones, desafíos y transformaciones constantes. Como señala Philippe Meirieu (2007), la escuela “no es un lugar neutral, sino un espacio de construcción de sujetos, de transmisión cultural y de disputa por el conocimiento”. En este sentido, las prácticas pedagógicas no solo reproducen saberes, sino que también los transforman, los resignifican, y habilitan la constitución de subjetividades. En la actualidad, muchos de los símbolos que tradicionalmente se asociaban con la escuela —como el guardapolvo blanco, la tiza, el pizarrón verde o la campana que marcaba el inicio y el fin del recreo— han dejado de estar presentes o han perdido centralidad dentro del escenario escolar. Estos elementos, que durante décadas formaron parte del imaginario colectivo y funcionaron como marcas visibles de la experiencia escolar, hoy se ven reemplazados o resignificados por nuevos dispositivos, dinámicas y lenguajes. La transformación de estos símbolos no es un fenómeno aislado, sino que responde a cambios estructurales más amplios que atraviesan la institución escolar. La incorporación de tecnologías digitales, la virtualización de algunos procesos de enseñanza, la diversificación de formatos escolares, la reorganización de tiempos y espacios, y las nuevas formas de vínculo pedagógico han dado lugar a una escuela diferente, menos homogénea y más flexible. La tiza, por ejemplo, ha cedido su lugar al proyector, la pizarra digital o la pantalla compartida en plataformas virtuales; el guardapolvo ya no representa de manera exclusiva el ingreso a un espacio formal de conocimiento, y la campana ha dejado de marcar tiempos rígidos en muchas instituciones donde se busca construir ambientes más fluidos y centrados en las necesidades del grupo. Lejos de significar una pérdida, estos cambios invitan a repensar qué representa hoy la escuela y cuáles son los nuevos signos que la configuran. Como señala Inés Dussel (2005), la escuela siempre ha sido una institución marcada por una tensión entre la conservación de ciertas tradiciones y la necesidad de reinventarse frente a las transformaciones culturales. En ese sentido, los símbolos no desaparecen sin más: se transforman, se resignifican o son reemplazados por otros que responden a las nuevas sensibilidades, tecnologías y modos de estar en el mundo. Desde una mirada crítica, la escuela no puede ser pensada únicamente como un lugar físico ni como un conjunto de rutinas institucionales. Es, ante todo, un espacio simbólico, político y social en el que se juega el derecho a la educación, el acceso al conocimiento y la posibilidad de construir ciudadanía. Actualmente, las prácticas escolares deben enfrentarse a nuevos desafíos: la inclusión educativa, el uso de tecnologías, las diversidades culturales y las demandas afectivas de los estudiantes. La escuela debe poder interpelar estos cambios sin perder de vista su misión pedagógica y ética, tal como lo expresa Paulo Freire (2004): "Educar es un acto de amor, por tanto, un acto de coraje. No puede temer el debate. La buena educación no teme la confrontación, porque su base es el respeto a la dignidad del otro." Por todo esto, pensar en la escuela es abrir una puerta a múltiples lecturas, a miradas personales pero también colectivas. La escuela que recuerdo, la que habito y la que deseo no son idénticas, pero dialogan entre sí y me interpelan como docente, como ciudadana y como parte de un proyecto común que sigue creyendo en el poder transformador de la educación. Referencias bibliográficas • Dussel, I. (2005). La escuela como máquina de mirar: una genealogía de la escuela moderna. Paidós. • Freire, P. (2004). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa. Siglo XXI Editores. • Meirieu, P. (2007). Frankenstein educador. Editorial Laertes.